Opera

http://espectaculosenmadrid.wordpress.com, 29. September 2012
¿Por qué esa obsesión de modernizar sin venir a cuento? La intención de crear paralelismos con la sociedad actual, por otra parte absolutamente innecesaria (hay historias en las que salta a la vista sin necesidad de vestir de traje a los protagonistas), está creando una uniformización de las puestas en escena realmente peligrosa. Peligrosa por aburrida. Las características específicas de cada montaje, cada historia, cada ópera, que se ubica en un espacio-tiempo concretos, acaban confluyendo en un único concepto de vestuario único y propuestas terriblemente similares, que en ocasiones funcionan, y en ocasiones no. Como por ejemplo en este Boris Godunov que se acaba de estrenar en el Teatro Real. La historia de Boris Godunov, alzado zar después de la muerte de Iván el Terrible, sus conflictos internos por haber mandado asesinar al zarevich Dmitri para poder asumir él el poder, y la historia paralela de un hombre que decide hacerse pasar por el heredero muerto para derrocar a Boris, está considerada como una de las grandes óperas del repertorio internacional. Maravillosa a nivel musical por la espléndida partitura de Modest Musorgski, y especial por el hecho de que los verdaderos protagonistas son bajos y barítono.
Pero en esta ocasión, aun siendo musicalmente espléndida, en especial gracias a la dirección musical de Harmut Haenchen (quien dirigió hace poco también en el Real la brutal Lady Macbeth de Mtsenk) y a la labor del coro dirigido por Andrés Máspero, a nivel de puesta en escena deja bastante que desear, como han demostrado los abucheos en el estreno de hoy dirigidos al director de escena Johan Simons. Una estructura inspirada en los edificios comunistas, de varias plantas y desconchada, es el escenario en el que se desarrolla toda la acción. Lo malo es que recuerda además a otro escenario visto hace poco, el de Elektra. En la segunda parte se cubre con unas inmensas telas y se agradece no ver esa estructura horrible por un rato. Hay una intención feista casi continuada que incide en la desesperación del pueblo ruso, su hambre y su pobreza, pero tal vez es excesiva. Además tampoco se aprovecha en exceso la estructura de varias plantas, excepto en determinados momentos que aparecen asomados los miembros del coro, o en el último acto de la revolución (ahí es bastante potente como imagen de destrucción). Una pasarela con particiones en su parte inferior se eleva o desciende a ras de suelo en determinados momentos del espectáculo y funciona para dar algo de animación al asunto, pero poco más hay. Hay especialmente algo que chirría, y es el movimiento del atrezzo por parte de los utilleros en medio de las escenas (que son los utilleros porque llevan las camisetas del Teatro Real, vamos), que, aunque los chicos hagan movimientos coreografiados y suficiente tienen ya con que les hagan salir a escena, queda muy fuera de lugar. La iluminación es bastante poco llamativa, y el vestuario es algo aparte: y es que hay un batiburrillo de estilos que no se sabe muy bien qué es lo que se pretende. En algunas declaraciones, Johan Simmons dice que no querían ubicar la acción ni en los 50 ni en los 80 ni en niguna época determinada porque era una historia universal. Cierto, muy bien. Pero realmente parece que viene dado por necesidades que van más allá de intereses artísticos. El presupuesto del Real se ha visto reducido de forma drástica desde que se decidió programar esta ópera hace tres años, y dado que aparecen 400 trajes para 82 cantantes, han tenido que recurrir a tiendas de ropa de segunda mano. Y la verdad es que se nota. Y a aquellos que hayan pagado 200 euros por su entrada para ver este espectáculo, pues lo mismo no les sienta muy bien porque se esperaban algo más.
El caso es que, en esta ocasión, no se ha logrado hacer de la necesidad virtud, como se suele decir. Y es una pena. Porque lo que podía haber sido un espectáculo grandioso se queda en algo que no llega a convencer. No quiero ni imaginar lo que podía haber sido esto con una puesta en escena en condiciones. Porque a nivel musical no hay pega ninguna, con mención especial, en cuanto a los intépretes, para el monje Pimen del bajo Dmitry Ulyanov (aplaudidísimo en el estreno), el estremecedor inocente de Andrey Popov y, por supuesto, el espectacular Boris del protagonista, Günther Groissböck. Además de la gran labor, como ya se ha dicho antes, del coro (también el de pequeños cantores de la Jorcam), que tiene una presencia fundamental a lo largo de esta ópera, como figura del pueblo, manipulado por unos y otros hasta su rebelión (aunque no se tenga muy claro de si sirve para algo o no). El inocente al que todos maltratan ya lo dice al final: Brotad, lágrimas amargas… Pronto vendrá el enemigo y caerá la oscuridad… Llora, hambriento pueblo ruso. El tonto es el único que ve la realidad: por mucho que cambien los dirigentes, todo seguirá igual. Algo que suena a conocido, ahora y en la Rusia zarista, por lo visto. El caso es que tal vez, si no se podía hacer en condiciones, se tenía que haber recurrido a otra pieza menos ambiciosa a nivel de medios para abrir la temporada y esperar a que pasen las vacas flacas para montar una ópera de este porte. Pero claro, según vamos, lo mismo las vacas, de flacas, desaparecen… Y ni Boris de época, ni actual, ni nada de nada…