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28. September 2012 · Madrid, Teatro Real, 19.00 Uhr

Modest Mussorgski: Boris Godunow (Originalfassung)

Orquesta Sinfónica de Madrid; Coro del Teatro Real Madrid; Regie: Johan Simons;
Boris Godunow: Günther Groissböck; Fjodor: Alexandra Kadurina; Xenia: Alina Yarovaya; Amme: Margarita Nekrasova; Prinz Schuiski: Stefan Margita; Schtschelkalow: Juri Nechaev; Pimen: Dmitry Ulyanov; Grigori: Michael König; Marina: Julia Gertseva; Rangoni: Evgeny Nikitin; Warlaam: Anatoli Kotscherga; MIsail: John Easterlin; Wirtin: Pilar Vázquez, Nikitich: Laroly Szemeredy; Bojar: Antonio Lozano, Chrustschow:Tomeu Bibloni; Mitjuch: Fernando Radó; Blödsinniger: Andrey Popov

Premiere

Pressestimmen

La orquesta estuvo a cargo del director alemán Hartmut Haenchen, que con gran pericia puso la orquesta al servicio de los cantantes y del coro, en la rica partitura de Míusorgski, muy distinta de la ópera europea.
... Los aplausos fueron corteses, pero no entusiastas, excepto para Pimen; la orquesta y los coros fueron muy aplaudidos, y se oyeron abucheos para Johan Simons.
http://delazecalameka.blogspot.de · 01. Dezember 2012
... Chi ha maggiormente contribuito alla riuscita dello spettacolo è stato il direttore Hartmut Haenchen, autore di una prova maiuscola, attenta e limpida, sempre intento a sostenere il canto e nel contempo a illuminare la scrittura orchestrale di Musorgskij. Sapiente nell’uso delle dinamiche riesce a ricavare una forte teatralità senza mai scadere nell’edonismo sonoro, neppure nelle insidie dell’atto polacco. Di alto livello anche le masse artistiche del Teatro Real; un’orchestra dal suono terso e un coro eccellente in un’opera di cui sono quasi protagonisti. ... Daniele Galleni
www.operaclick.com · 07. November 2012
... El madrileño teatro de ópera volvió a presentar un espectáculo total; con una orquesta dirigida por el mítico director Hartmut Haenchen, quien protagonizó uno de los aplausos más cálidos del año, y la dirección escénica equilibrada, sobria e inquietante, de Johan Simons. ...
www.jornada.unam.mx · 03. November 2012
... Sul piano di eccellenza la performance del Coro, così come dell’Orchestra che ha suonato con pulizia e sonorità limpide. Hartmut Haenchen nonostante abbia talvolta impresso dei tempi eccessivamente lenti, soprattutto tra la settima e decima scena, ha dimostrato di avere curato qualità del suono e lo sviluppo musicale e drammatico.
Mercedes Rodriguez
www.gbopera.it · 23. Oktober 2012
....Como contraste, y por muy buenos derroteros, transcurrió el cauce musical de la propuesta. Al frente de la orquesta, un director experimentado en estas lides, Hartmut Haenchen, saca el máximo partido a una orquesta de calidad como es la del teatro Real, que, además, se crece en los repertorios más complejos, del mismo modo que el coro de la casa está alcanzando unos estándares de calidad muy elevados.
La Nueva Espana · 18. Oktober 2012
... Su prestación consiguió gran fuerza expresiva y supo subrayar el sufrimiento de unos súbditos oprimidos y hambrientos como querría el autor. Sus voces resultaron como siempre magníficas, esta vez impulsadas por la batuta de Hartmut Haenchen, que consiguió también de la orquesta una actuación rotunda, realzando los elementos rítmicos y melódicos de los materiales étnicos rusos insertados en la partitura original.
www.revistagodot.com · 17. Oktober 2012
..."The show is very well structured, all musicians are truly brilliant (Hartmut Haenchen rocks!)...
The orchestra was absolutely majestic. Haenchen enjoyed playing with leitmotivs and played with them in his refined sense for drama. His delightfully dramatic conducting of Boris Godunov is a rarity. Sadly this opera is often conducted with heavy fugues as if portraying Raskolnikov and not Godunov. Haenchen audibly loves the score and gives it class it deserves. Bravo!
Ganze Rezension
http://opera-cake.blogspot.com · 08. Oktober 2012
... La partitura que sigue esta versión - ya se ha dicho en muchos medios informativos - es una refundición de la primera versión de 1869 - la escena de la Catedral de San Basilio - y la segunda versión de 1872. En cuanto a la orquestación, el director musical Hartmut Haenchen, ha preferido la original de Musorgski, frente a otras.
Lo primero que impacta son los coros - el clamor revolucionario y suplicante del pueblo - que el Coro Intermezzo del Teatro Real, interpreta en modo magistral, tanto a nivel "canoro" como dramáticamente. Por parte de la puesta en escena una de las virtudes de Johan Simons es el saber moverlo y hacerlo entrar o salir de escena en modo fluido, lo cual no es fácil. El vestuario gris y monótono refleja bien el espíritu de ese pueblo acobardado y revolucionario.
En el plano de la orquesta, ésta se muestra a gran nivel bajo la apasionada batuta de Harmut Haenchen.
José Ramón Díaz Sande
www.madridteatro.eu · 07. Oktober 2012
La crítica ha sido unánime al enjuiciar este estreno al destacar la dirección musical de Hartmut Haenchen
www.financierodigital.es · 03. Oktober 2012
En lo musical, afortunadamente, la cosa mejora bastante. La Orquesta Sinfónica de Madrid cada vez suena mejor, ganando colores a cada representación. Los vientos quedaban algo descubiertos en algunos finales de frase, pero la cuerda, sección por sección, sonaban sensacionales. La dirección de Hartmut Haenchen ayuda, que duda cabe; falto de refinamiento en ciertas escenas pero buscando el lado más romántico de la áspera partitura de Mussorgsky, una labor Korsakoviana a la batuta.
http://historiasdelaopera.com · 02. Oktober 2012
Pussy Riot: la ópera
No ha gustado en el Real el "Boris" concebido escénicamente por Johan Simons. Ni siquiera lo han defendido con demasiada convicción los entusiastas incondicionales de la era Mortier, aunque puede atribuirse el desencanto a los requisitos de actualidad política que el director de escena holandés planteaba o exigía en el escenario madrileño.
Empezando porque una de las claves de su lectura consiste en las Pussy Riot, sobrenombre provocador de unas performers y feministas rusas que han puesto a prueba la intolerancia del régimen putiniano respecto a la libertad de expresión y la blasfemia.
De hecho, tres de sus miembros fueron condenadas el pasado agosto a dos años de prisión por haber "socavado el orden social". Una sentencia ejemplarizante con la que pretendía escarmentarse el videoclip punk y transgresor que Pussy Riot concibió sin permiso ni miedo en la catedral del Cristo Salvador.
Fueron acusadas de vandalismo y se les redactó una acusación de 2.800 páginas. Entre otras razones porque pedían a la Madre de Dios que echara a Putin y acusaba al patriarca Cirilo I de anteponer la sumisión presidente que la fe en el Altísimo.
Es en el contexto en que la producción de Simons alude con inteligencia a las Pussy Riot, precisamente porque "Boris Godunov" es una reflexión sobre el poder, la opresión, la propaganda, la manipulación religiosa y la amenaza de las rebeliones populares.
Rusia es una prueba contemporánea porque los pasamontañas coloridos de las Pussy Riot se han convertido en el uniforme de una incipiente revuelta al absolutismo de Putin. No sólo identifican a las cantantes del grupo Punk. También representan de forma anónima y colectiva la aversión a la restricción de las libertades. Empezando por la libertad de expresión y la coacción con que Vladimir I la interpreta.
Así se explica que Simons recubriera el rostro de los coristas con los pasamontañas. Puede enchironarse a tres cantantes, pero no se puede meter en la cárcel una idea ni una rebelión. Es el motivo por el que el montaje de Simmons concluye con la moraleja de las Pussy Riot custodiando a El Idiota. O sea, el único personaje de la ópera de Mussorgski que se desenvuelve con coherencia y sensatez, aunque se le considere el loco.
Simons pedía a los espectadores del Real estar al día. Al día de la actualidad y de un debate internacional que concierne a la tiranía de Putin, y del que no parecen haberse percatado los espectadores que abuchearon o silenciaron el espectáculo.
Simons no se ha hecho comprender -y no toda la culpa es suya-, como tampoco ha logrado que se le acepten otros aciertos de su montaje. Empezando por la gran impostura del acto polaco, concebido con feísmo y estética kitsch precisamente porque es el pasaje de la ópera de Mussorgski en que se urde la proclamación de una mentira, el falso Dimitri, y en que se "disfraza", por la misma razón, la escenografía original del poder.
Se trata de un superministerio soviético y de un espacio inhóspito donde Simons maneja a su antojo al "personaje central" del coro. No sucede igual con Boris. Quizá porque ha elegido Simmons una versión más física que psicológica del sufrimiento del zar.
Tiene hechuras, ademanes y mentalidad de guardaespaldas el bajo Günther Groissböck, de forma que su Boris se resiente de una verdadera construcción teatral. No tanto cuando está en escena como cuando está fuera de ella.
Puede resultar paradójico el comentario, pero Boris, como Don Giovanni de Mozart, es un "falso protagonista" de la ópera. Uno y otro pesan más por lo que se dice de ellos y por lo que se nota su ausencia que por sus estrictas apariciones.

Las mayores ovaciones correspondieron con razón al imponente Pimen de Dimitri Ulianov y a la dirección musical de Hatmut Haenchen, cuya versión "in crescendo" de Boris hizo mucho más interesante la segunda mitad que la primera.

Se lo perdieron los espectadores que ahuecaron la sala en el entreacto. Prueba inequívoca de que un sector de público del Real reacciona de manera espantadiza cada vez que se le urge a pensar y reflexionar.
El Mundo · 01. Oktober 2012
...Como tributo a Musorgski, el director Hartmut Haenchen se encarga de reproducir a la perfección los rigores melódicos de una experiencia orquestal única e inmutable, igualmente bella como fantasmal; cual si se tratara de un cuadro sobrenatural de tintura visionaria. Así, mediante los simples acordes de un violín o una tuba, el espectador toma constancia de la grandeza de lo que va a atisbar, sin por ello tener que someter su retina a imagen visual alguna. En la misma línea, los diálogos contribuyen a reforzar la sensación de zozobra, de bajada a los infiernos de lo repudiable que apadrina el conjunto de papeles, casi todos cargados con una moralidad acomodaticia. Unas articulaciones del desencanto y la desidia por manipular al pueblo que convierten en arengas creíbles y potentes los camaleónicos actores, encabezados por el grave Günter Groissböck (Boris Godunov), Evgeny Nikitin (Rangoni), Julia Gertseva (Marina Mnishek), Andrey Popov (El inocente) y el excelente Dimitri Ulyanov (Pimen). ...
http://kevinjesus20.wordpress.com · 01. Oktober 2012
Lo más destacado de esta producción es el reencuentro con la orquesta y el coro del Teatro Real, que junto a los Pequeños Cantores de la JORCAM hacen un trabajo impecable. Lástima que la puesta en escena siga el rastro caprichoso de un feísmo militante, tan en boga hoy.

Sometida a versiones y reducciones, poco respeto se ha mostrado siempre con esta gran obra, cumbre de la ópera rusa y logro supremo de la estética romántica. La decisión de representarla completa es un acierto. Muy pocas veces un drama lírico ha desplegado una panorámica tan amplia. Podría decirse que aquí está todo, en una sucesión imparable de estampas varias, sostenida por una música penetrante y arrebatada, entre la meditación íntima y el lamento coral, sin que cueste trasladarse del salón del trono a la taberna, o del monasterio a la alcoba donde se cuece la traición. El resultado es comparable a un corte geológico sobre la condición humana, se diría que condenada al infierno irremediable de sus propias pasiones. La atracción del poder empuja al infanticidio al zar Boris, destronado luego por otro usurpador. El sano pueblo fluctúa irredento bajo la porra de los guardias, invocando al cielo o emborrachándose. Quien se ha impuesto la labor del cronista se asusta de lo que tiene que contar y se esconde en su celda como refugio.

Épica y lírica, refinada y popular, con escenas de masas junto a retratos individuales, Boris Godunov, exige un equilibrio que no es raro se desplace hacia la estilización. Johan Simons propone como decorado único un patio de opresivo cemento, propio de una probable vivienda de un barrio obrero de Stalingrado. Nada que objetar si el agrio espacio le sirviera para contar la historia y no como cómodo entorno donde ya parece que no es preciso hacer nada más que ordenar a los técnicos de atrezo que saquen y metan sillas o desplacen una mesa.

Se renuncia al ambiente original para acudir a la gama más vulgar y desagradable de los atuendos modernos, desde los estrafalarios chalecos y camisetas a la tela de camuflaje. Un tedio espeso se extendió a partir de la segunda escena, desinteresado el público de lo que ocurría en escena, quizá porque en escena no ocurría nada. Tras numerosas deserciones en el entreacto era previsible el abucheo final a los responsables del montaje reos de descuidos imperdonables, como proponer un cambio de indumentaria mientras se celebra el momento más bello del dúo de amor entre Dimitri y Marina.

La orquesta suena muy bien bajo la batuta de Hartmut Haenchen que propone una versión grata y melodiosa, pero en exceso superficial, sin ahondar en el desgarro del drama múltiple. El protagonista de Günther Groissböck es áspero y seco, pero va ganando hasta una poderosa escena final. El tenor Michael König en el antipático papel de falso Dimitri arranca con fuerza para irse desfondando a medida que asciende hacia el trono, la mezzo Julia Gertseva es una Marina creíble; y el punto álgido de la noche corre a cargo de Dmitry Ulyanov en el papel del monje historiador, un bajo profundo de verdad, con su voz nos asomamos a un pozo sin fondo. Álvaro del Amo
www.beckmesser.com · 01. Oktober 2012
El estreno de Boris Godunov se sitúa entre la publicación de Guerra y paz, de Tolstói, y la de Los demonios, de Dostoievski. Eran años de gloria para la cultura rusa. En cierto modo el carácter literario se percibe también en la ópera de Mussorgski, como ha señalado el musicólogo Carl Dahlhaus. La ópera aporta una fuerza irresistible para comprender mejor los temas de siempre: el poder y la gloria; el destino colectivo de un pueblo; el ser humano y sus circunstancias.
La tentación de afrontar Boris Godunov como una síntesis de la historia de Rusia se debe quizás a la perdurabilidad de los conflictos y situaciones. Herbert Wernicke así lo planteó en uno de los mejores espectáculos que se programaron en la década de los noventa en el Festival de Salzburgo. En la nueva producción del Real, Johan Simons trata también de traspasar fronteras temporales. Está bien como punto de partida, pero su resolución es irregular. Logra transmitir intensas emociones teatrales en la escena de la locura y muerte de Boris, o en la de la catedral de San Basilio, e infunde un considerable distanciamiento en actos como el polaco, o escenas como la de los aposentos del zar, por mucho que las buenas intenciones se intuyan y hasta se justifiquen. Simons es un director conceptual al que no le gusta caer en sentimentalismos inmediatos forzando siempre la invitación a la reflexión. Su estética es de arte povera o vinculada a la uniformidad de los regímenes comunistas. Es simbolista en la utilización de los objetos y materiales. Se inclina con frecuencia ante un sentido chirriante del gusto, aunque también consigue escenas sugerentes. Aplicando a rajatabla sus reglas del juego ha conseguido excelentes espectáculos como Sentimenti, sobre Verdi, con materiales de antracita, en la Cuenca del Ruhr, o una original mirada sobre El castillo de Barbazul en Salzburgo. Sin embargo el propio desarrollo a ultranza de sus criterios le ha hecho patinar en óperas como Simon Boccanegra en París. A su Boris Godunov de Madrid le falta un punto de redondez, lo que llevó a división de opiniones entre el público.
Desde el punto de vista musical y teatral Boris Godunov es una de las obras maestras absolutas de la historia de la ópera. El conocido musicólogo José Luis Téllez lleva muchos años afirmando que se debería visionar obligatoriamente cada año en todos los colegios e institutos para mostrar a los jóvenes estudiantes las infinitas posibilidades que tiene un género como la ópera. Tal como está el horno educativo no creo que sea viable esta audaz iniciativa. En Madrid, Boris siempre ha levantado pasiones. Recuerdo un entusiasmo delirante en una versión de la Ópera de Varna, Bulgaria, en el teatro de La Zarzuela en 1978, en la que se valoraron al máximo los cuerpos estables de teatro y coro, tal vez como respuesta a la exclusiva cultura de los divos que entonces imperaba (Hasta el mismísimo Boris Christoff había encarnado antes el papel de Boris en Madrid). Años después se en pleno apogeo reivindicativo de la ópera como teatro levantaría un gran entusiasmo la lectura escénica de Piero Faggioni. Actualmente el público se ha hecho más exigente y demanda que todo esté a primer nivel, lo musical y lo escénico.
Para las representaciones de Madrid se ha optado por la versión original de 1872 con el añadido de la escena de San Basilio de 1869. Con ello el protagonismo del coro se refuerza, lo que permite comprobar la madurez que detenta el coro titular del Real que dirige Andrés Máspero. La Sinfónica de Madrid se mostró a un nivel sobresaliente a las órdenes de un sensible y dominador Hartmut Haenchen. Este grado de calidad en coro y orquesta es lo que antes tanto se admiraba de las compañías estables que venían del Este. En eso hemos ganado, y mucho. Entre los cantantes brilló a nivel excepcional el Pimen del bajo ruso Dmitry Ulyanov. Groissböck realizó un Boris muy bien teatralizado, tal vez con un registro vocal más agudo de lo ideal para el personaje, pero en cualquier caso con una gran musicalidad. En general y pese a algunas desigualdades el reparto vocal fue bastante homogéneo. Asistió a la representación la Reina Sofía, todo un ejemplo de fidelidad a la música y a la ópera.
Juan Ángel Vela del Campo
El Pais · 29. September 2012
www.periodistadigital.com, 29. September 2012

Modest Músorgski murió a los 42 años alcoholizado y sumido en una depresión aguda. Internado en un hospital se bebió una botella de ginebra en un descuido de sus cuidadores, falleciendo en un ataque de delirium tremens. Son cosas por las que ha y que empezar cuando se habla de los grandes artistas, pues muchos se dejaron la piel en el intento. A los 30 años había compuesto la ópera Boris Godunov basada en un el drama de Pushkin dle mismo título, que había estado tres décadas prohibido. Músorgski (con acento esdrújulo, aunque todo el mundo lo escriba y pronuncie sin él) primero escribió el libreto, luego las partes vocales y finalmente toda la partitura en sólo cinco meses, la envió corriendo al Teatro Mariinski de San Petersburgo, pero se la rechazaron por alejarse del modelo italianizante en boga. Tuvo que añadir amores y personajes femeninos, cambió escenas, modificó el argumento y algunos pasajes, y en 1972 la tenía lista de nuevo. Se estrenaría año y medio después y está a mitad de la clasificación entre las cien óperas más representadas en el último quinquenio.

El Teatro Real ha escogido, siguiendo la moda vigente, la segunda versión, que sólo aporta un amorío insustancial y complica las cosas. Ciertamente, añade bellas páginas musicales, pero 'tutto sommato' es decisión discutible. Más discutible aún resulta que se hayan atrevido a enmendar la plana al compositor, añadiendo a la segunda versión una escena de la primera versión que Músorgski había suprimido. Ya saben nuestros lectores que somos por principio contrarios -salvo excepciones que se justifiquen en sus resultados- a que los adaptadores no respeten la obra de los autores tal como estos la concibieron. En este caso también, porque el resultado sólo alarga demasiado la obra, la complica y no aporta salvo la siempre agradecida presencia del coro de niños.

Intentemos resumir un argumento complicado. El pueblo espera expectante conocer quién será el sucesor en el trono de Iván el Terrible. La Duma refrenda al favorito Boris Godunov, que duda si aceptar el nombramiento. Tras este prólogo, sabremos por qué: porque ha ordenado matar al niño Dimitri, hijo y heredero de Iván, y le persiguen los remordimientos. Un viejo monje sabe la verdad y se la cuenta a su discípulo, de la misma edad que tendría ahora el zarévich fallecido. Ansioso de poder y gloria, el joven monje Grigori concibe la idea de hacerse pasar por el muerto. Se da a la fuga, evita su detención cerca de la frontera, pues existe una orden de captura contra él, y se refugia en el extranjero desde donde reclama el trono como si fuera el heredero. Ignorando lo que se avecina, Boris compatibiliza el ejercicio del poder con una aceptable vida familiar, que se ve turbada cuando su hombre de confianza le comunica la existencia del usurpador que desde Polonia cuenta con crecientes apoyos entre la nobleza y con el respaldo de los enemigos católicos que quieren acabar con el cisma ortodoxo. Ello hace que se redoblen sus remordimientos y que le atormente el fantasma del niño que mandó asesinar.

Mientras, en Polonia, el falso Dimitri se enamora de la princesa polaca que azuzada por su consejero jesuita ansía conquistar la secular enemiga y vecina nación de Moscovia. Los partidarios del aspirante al trono llegan a las puertas de Moscú sin que los partidarios de Boris consigan organizar la defensa, pues este es ya un demente enfermo que apenas acierta a nombrar a su hijo Fiódor sucesor al trono antes de morir. En la escena final el falso Dimitri consigue finalmente el apoyo popular para iniciar su entrada triunfal en Moscú, mientras el tonto del pueblo advierte a la masa voluble que una vez más la están utilizando, insinuando que ese al fin y al cabo es el destino eterno de la masa.

Tremendo argumento en el que se entrecruzan al menos tres líneas temáticas, el conflicto interior de Boris, la rebelión del falso heredero y la conspiración de los malvados polacos y papistas. Pero Músorgski lo resuelve con notables dotes de libretista, en un prólogo y cuatro actos cada uno de los cuales perfectamente estructurado en largas intervenciones de los protagonistas explicando lo que ocurre. Pero los largos parlamentos y la escasa acción, prestan a la obra cierta monotonía, esa falta de dinamismo, esa pesadez 'piscológica' que se confunde con el espíritu ruso como se confunde el jaleo flamenco con el espíritu español.

Ya hemos dicho que la escena implantada al comienzo del cuarto acto, procedente de la versión de 1869, que Músorgski había suprimido en la versión de 1872, dificulta la asimilación pues si algo tiene esta obra son majestuosas escenas corales de sobra. Pero esa dificultad -veinte minutos suplementarios en una obra que roza las cuatro horas de duración- no es nada comparada con la intervención del director artístico, que siendo imprescindible componente del espectáculo operístico, nacido y desarrollado para hacer más comprensibles y atractivas las complicadas y muchas veces absurdas tramas del género, es un oficio hipervalorado en nuestros días que ha terminado condicionando gravemente el resto de los ingredientes.

Abundan los directores artísticos actuales, muy famosos o menos, que se dedican sistemáticamente a destrozar libretos y partituras con montajes demenciales que sólo parecen hechos para torturar cruelmente al público. Desgraciadamente, a Johan Simons, director de escena de este 'Boris Godunov' producido por el Teatro Real, debemos incluirle en tal categoría, aunque su pecado sea más leve o menos grave que el de muchos otros. No siendo en absoluto mala idea fusionar las referencias zaristas con las soviéticas, sí lo es que se imponga en escena la desolación prosaica de un espantoso y deteriorado edificio cercando un patio sucio e inhóspito, sólo interrumpida por un cursi y rosáceo tercer acto. Y que resulte agravado en el alevoso uso y abuso de un campesinado ruso convertido primero en prisioneros del Gulag para posteriormente transmutarse en masa manifestante de nuestros días, por si no hubiera de sobra con las que están en la calle.

Disentimos absolutamente de Simons en su premeditada inclinación a la fealdad como escenografía, y así lo hizo el público, que lo abucheó furiosamente. Pero resulta significativa y extraordinaria la tendencia de las élites que actualmente dominan el 'culturtáculo' global, -esta 'cultura-espectáculo-entretenimiento' de nuestros pesares-, de compensar y justificar el lujo desmedido en que viven, el poder usurpado que detentan, planteando espectáculos cada vez más demagógicos, más desagradables, más pesimistas. Reflejan decadencia y cobardía, algo que esta crisis debiera llevarse por delante junto a tantas otras cosas de la vieja era.

Todo lo contrario que en lo referente a la dirección artística hay que decir de la dirección musical de esta producción del Real, a cargo de Hartmut Haenchen, que ya dirigió la orquesta en Lady Macbeth de Mtsensk, de Sostakovich, la pasada temporada, en una ampliación hacia el Este de su repertorio alemán de origen. Con precisión mantuvo a la orquesta al servicio de las voces individuales y corales a través de una riquísima partitura, plena de matices y encantos. Músorgski buscaba una autenticidad en el lenguaje musical en paralelo a lo que estaba logrando la literatura rusa en aquella época, una “ópera orgánica”, en la que la línea melódica nace de las palabras y fluye sin ataduras, apoyada por una orquestación esencial y muy efectiva, aparentemente rudimentaria, al servicio de la expresión dramática, lejos de los cánones de la tradición operística europea, y de ahí sus dificultades para estrenar.

El largo reparto, hasta veinte intérpretes, estuvo nada menos que perfecto, comenzando por el protagonista, el barítono austríaco Günther Groissböck, y su alter ego, el tenor germano Michael König en el papel del monje Grigori que se hace pasar por el heredero Dimitri. A Groissböck le habíamos visto en este escenario en Tannhäuser, y a König en Saint François d’Assise de Messiaen y Lady Macbeth de Mtsensk. Junto a ellos no desmereció el tenor Stefan Margita en el papel del príncipe Chuiski. La tesitura bajística de los tres aumentó esta marcada tendencia original de la obra, que así resaltó más la excepcionalidad del papel del Idiota, en la voz del tenor ligero Andrey Popov, que fue muy aplaudido.

Al público también le gustaron especialmente el bajo Dmitry Ulyanov en el papel de Pimen, el monje historiador cuyos recuerdos desencadenan la trama, y la mezzosoprano Alexandra Kadurina como Fiodor, el hijo de Boris. Pero todo el reparto formó un brillante bloque en el que los papeles secundarios de los españoles Pilar Vázquez como la tabernera, Fernando Radó como Mitiushka, y Tomeu Bibiloni y Antonio Lozano como Boyardos, estuvieron a la altura.

Los aplausos fueron más que corteses pero sin llegar a apasionados, con la excepción ya señalada del abucheo a Simons en su salida a saludar desde el escenario. Coros y orquesta recibieron justas ovaciones. Quizás entre el público, muchos recordaban que hace tan sólo cinco años se había programado otro Boris Godunov, con Jesús López Cobos y Klaus Michael Grüber al frente de la orquesta y el escenario. Entonces se optó por suprimir el acto tercero, -el injerto polaco-, y con ello se conseguía dejar la duración total en tres horas, una menos que esta vez.

El caso es que hemos tenido dos 'boris' muy seguidos y nos faltan muchos títulos esenciales tras quince temporadas.
José Catalán Deus
www.periodistadigital.com · 29. September 2012
El Teatro Real pone en cartel un gran estreno para abrir la temporada de ópera en escena: la versión completa del Boris Godunov de Musorgski y con la orquestación del propio compositor.
Además, es el estreno en España de la versión de 1872, a la que se ha incorporado la escena de la Catedral de San Basilio de la versión de 1869, lo que hace un total de diez escenas y cuatro horas de obra. El director musical, el de escena y su equipo eligieron conscientemente incorporar tanto la escena de la catedral de San Basilio como la de la revolución en la nueva representación de Boris Godunov en Madrid y, por lo tanto, representar las diez escenas que Musorgski escribió para la primera y la segunda versión. Se hace no sólo por razones musicales, dado que tanto la escena de San Basilio como la de Kromi son algunos de los coros más impresionantes de la historia de la música, sino también por razones escenográficas. Como ya escribió el musicólogo alemán Carl Dahlhaus, las rupturas, saltos y transiciones bruscas forman parte de la dramaturgia innovadora de Musorgski, por lo que le considera no sólo un precursor musical de Debussy o Messiaen, sino también de Brecht. Al representar ambas versiones, todo ello se hace visible y audible. Así se puede presentar un retrato mucho más polifacético y detallado del pueblo ruso, el gran protagonista en la segunda versión.

La dirección musical está a cargo de Hartmut Haenchen, ya conocido en el coliseo madrileño por esa maravillosa Lady Macbeth en Mtsensk de la temporada pasada; y la escénica, por Johan Simons. La escenografía nos traslada al patio, un poco herrumbroso, de algún edificio con un carácter comunista donde se mezcla la historia zarista con la comunista y la actual polémica con Pussy Riot –con las conocidas capuchas de este grupo punk-rock feminista. Una mezcla de sensaciones, sin duda. Al volver del descanso –después de casi dos horas de función–, el espectador se encuentra con un árbol genealógico proyectado sobre el telón donde se puede leer la lista de zares y presidentes de Rusia, queriendo mostrar, tanto en esa puesta en escena que atraviesa toda la historia del país como en la proyección, una idea de continuidad entre el pasado zarista, el régimen comunista y la actual “democracia” donde Putin es incontestable. No es casualidad que la obra de Pushkin termine con las siguientes palabras: “El pueblo permanece callado”, tal vez como permanece ahora, en la actualidad, con la dura represión por parte del gobierno ruso.
El reparto está integrado por voces notables: en el papel de Boris Godunov está Günther Groissböck, Grigori está interpretado por Michael König o Andrey Popov en el papel del idiota –uno de los papeles más complejos de la obra, si no a nivel vocal o interpretativo, sí por parte del espectador. Otras voces reseñables son las de Alexandra Kadurina en el papel del hijo de Boris, Alina Yarovaya en el de la hija, Stefan Margita haciendo de Chuiski o Julia Gertseva representando a Marina Mnishek.
Reseñable, sin duda, el papel del coro Intermezzo, titular del Teatro Real, que, como ha dicho Mortier, ha sido reducido a 80 cantantes, cuando lo ideal sería 100. Y magnífico el trabajo de los Pequeños Cantores de la JORCAM.
Eloy V. Palazón
www.culturamas.es · 29. September 2012
¿Por qué esa obsesión de modernizar sin venir a cuento? La intención de crear paralelismos con la sociedad actual, por otra parte absolutamente innecesaria (hay historias en las que salta a la vista sin necesidad de vestir de traje a los protagonistas), está creando una uniformización de las puestas en escena realmente peligrosa. Peligrosa por aburrida. Las características específicas de cada montaje, cada historia, cada ópera, que se ubica en un espacio-tiempo concretos, acaban confluyendo en un único concepto de vestuario único y propuestas terriblemente similares, que en ocasiones funcionan, y en ocasiones no. Como por ejemplo en este Boris Godunov que se acaba de estrenar en el Teatro Real. La historia de Boris Godunov, alzado zar después de la muerte de Iván el Terrible, sus conflictos internos por haber mandado asesinar al zarevich Dmitri para poder asumir él el poder, y la historia paralela de un hombre que decide hacerse pasar por el heredero muerto para derrocar a Boris, está considerada como una de las grandes óperas del repertorio internacional. Maravillosa a nivel musical por la espléndida partitura de Modest Musorgski, y especial por el hecho de que los verdaderos protagonistas son bajos y barítono.
Pero en esta ocasión, aun siendo musicalmente espléndida, en especial gracias a la dirección musical de Harmut Haenchen (quien dirigió hace poco también en el Real la brutal Lady Macbeth de Mtsenk) y a la labor del coro dirigido por Andrés Máspero, a nivel de puesta en escena deja bastante que desear, como han demostrado los abucheos en el estreno de hoy dirigidos al director de escena Johan Simons. Una estructura inspirada en los edificios comunistas, de varias plantas y desconchada, es el escenario en el que se desarrolla toda la acción. Lo malo es que recuerda además a otro escenario visto hace poco, el de Elektra. En la segunda parte se cubre con unas inmensas telas y se agradece no ver esa estructura horrible por un rato. Hay una intención feista casi continuada que incide en la desesperación del pueblo ruso, su hambre y su pobreza, pero tal vez es excesiva. Además tampoco se aprovecha en exceso la estructura de varias plantas, excepto en determinados momentos que aparecen asomados los miembros del coro, o en el último acto de la revolución (ahí es bastante potente como imagen de destrucción). Una pasarela con particiones en su parte inferior se eleva o desciende a ras de suelo en determinados momentos del espectáculo y funciona para dar algo de animación al asunto, pero poco más hay. Hay especialmente algo que chirría, y es el movimiento del atrezzo por parte de los utilleros en medio de las escenas (que son los utilleros porque llevan las camisetas del Teatro Real, vamos), que, aunque los chicos hagan movimientos coreografiados y suficiente tienen ya con que les hagan salir a escena, queda muy fuera de lugar. La iluminación es bastante poco llamativa, y el vestuario es algo aparte: y es que hay un batiburrillo de estilos que no se sabe muy bien qué es lo que se pretende. En algunas declaraciones, Johan Simmons dice que no querían ubicar la acción ni en los 50 ni en los 80 ni en niguna época determinada porque era una historia universal. Cierto, muy bien. Pero realmente parece que viene dado por necesidades que van más allá de intereses artísticos. El presupuesto del Real se ha visto reducido de forma drástica desde que se decidió programar esta ópera hace tres años, y dado que aparecen 400 trajes para 82 cantantes, han tenido que recurrir a tiendas de ropa de segunda mano. Y la verdad es que se nota. Y a aquellos que hayan pagado 200 euros por su entrada para ver este espectáculo, pues lo mismo no les sienta muy bien porque se esperaban algo más.
El caso es que, en esta ocasión, no se ha logrado hacer de la necesidad virtud, como se suele decir. Y es una pena. Porque lo que podía haber sido un espectáculo grandioso se queda en algo que no llega a convencer. No quiero ni imaginar lo que podía haber sido esto con una puesta en escena en condiciones. Porque a nivel musical no hay pega ninguna, con mención especial, en cuanto a los intépretes, para el monje Pimen del bajo Dmitry Ulyanov (aplaudidísimo en el estreno), el estremecedor inocente de Andrey Popov y, por supuesto, el espectacular Boris del protagonista, Günther Groissböck. Además de la gran labor, como ya se ha dicho antes, del coro (también el de pequeños cantores de la Jorcam), que tiene una presencia fundamental a lo largo de esta ópera, como figura del pueblo, manipulado por unos y otros hasta su rebelión (aunque no se tenga muy claro de si sirve para algo o no). El inocente al que todos maltratan ya lo dice al final: Brotad, lágrimas amargas… Pronto vendrá el enemigo y caerá la oscuridad… Llora, hambriento pueblo ruso. El tonto es el único que ve la realidad: por mucho que cambien los dirigentes, todo seguirá igual. Algo que suena a conocido, ahora y en la Rusia zarista, por lo visto. El caso es que tal vez, si no se podía hacer en condiciones, se tenía que haber recurrido a otra pieza menos ambiciosa a nivel de medios para abrir la temporada y esperar a que pasen las vacas flacas para montar una ópera de este porte. Pero claro, según vamos, lo mismo las vacas, de flacas, desaparecen… Y ni Boris de época, ni actual, ni nada de nada…
http://espectaculosenmadrid.wordpress.com · 29. September 2012
No se puede decir, en realidad, que Boris Godunov haya sido la primera ópera de la presente temporada lírica de la capital, ya que a principios de septiembre se ofrecieron dos funciones en versión concierto de Moisés y Aarón. Sin embargo, sí se trata de la primera ópera escenificada — con un total de 9 funciones, hasta el 18 de octubre — y lo cierto es que la velada se ha caracterizado desde el principio por esa atmósfera de inicio: un teatro lleno - con asistencia de la reina doña Sofía, acompañada del ministro de Cultura, José Ignacio Wert - y el reencuentro de los abonados después del habitual parón del mes de agosto. Además, si pudieran clasificarse las obras a tenor de su oportunidad para dar el pistoletazo de salida a una temporada que se intuye prometedora a pesar de los recortes, Boris Godunov presentaría, sin duda, ese perfil. ¿Qué mejor que empezar a lo grande con una esplendida obra?
La ópera de Musorgski - con libreto del propio compositor basado en el drama histórico homónimo de Pushkin y el libro de Nikolai Karamzin, Historia del Imperio Ruso - es, sin lugar a duda, grande. Pero lo mejor de todo, absolutamente proporcionada. Porque, muchas veces decir grande no equivale a decir armónico. En este caso, sí. Y eso que, quizás, el citado calificativo chirríe al principio cuando, como en este caso, se coloca al lado de una historia real que viene marcada por la sed de poder, el sentimiento de culpa y el sufrimiento de un pueblo gobernado por aquellos que ambicionaban ese poder posteriormente malgastado, podrido en la herrumbre de sus propias emociones, que han colocado muy por encima de la misión sagrada que debería de llevar consigo todo gobierno o mando: la del interés general en vez del particular de cada gobernante.
En esta nueva producción del Real, que supone el estreno en Madrid de la versión completa con la instrumentación original de Musorgski de 1872, y la incorporación de la escena de la catedral de San Basilio, de la versión de 1869, la idea es la de narrar no sólo los acontecimientos concretos contenidos en la obra sino, en cierto modo, trazar el perfil histórico de un pueblo, el ruso, tantas veces sumido en la miseria a causa de los devenires de su casta política. La historia, obstinada, lo que demuestra incansable es que siempre se repite. Igual que un interminable bucle que, aunque parezca que por fin se ha quebrado, vuelve a enredarse. Otra vez. Y una más. El escenario que presentaba anoche, a modo de telón, una suerte de organigrama del poder político en Rusia, desde Ivan el Terrible a Putin II, era la primera señal de que la escenografía iba a revestirse de un trazado atemporal. Por eso, aunque una noche más han sido los responsables de la escena — con Johan Simons como director - los únicos a los que una parte del público ha estimado oportuno abuchear, tanto el escenario como el vestuario y otros elementos de la escena se mezclaban sin orden ni cronología, igual que ese indeseable bucle histórico al que se hacía referencia.
El interior decadente y desconchado de un edificio sirve para albergar toda la compleja trama que narra la obra. No renuncia, en ningún caso, a la mezcla de ese aparente carácter espartano de corte soviético con elementos ostentosos propios de la época zarista. Es cierto que, en parte, con esos vaivenes estilísticos se renuncia a la congruencia que tanto agrada al aficionado pero, salvo ciertos toques innecesarios, la potencia de lo que se narra y, sobre todo, de cómo se interpreta debería ser más que suficiente para pasar de puntillas, y sin ser tan puntilloso, con la escena. Porque lo cierto es que el trabajo actoral es más que notable y los personajes convencen a pesar de que a veces tengan que arroparse con una tiesa alfombra, llevar máscara como las miembros del grupo ruso Pussy Riot o empaparse la cara con la cerveza de una lata impetuosamente abierta.
Musorsgki, por otra parte, compuso una partitura tan bella y melódica como real y descriptiva. El preludio da buena muestra de ello, dulce y expresivo, de aire típicamente ruso, anuncia una composición que ayuda a captar imágenes y que acude a motivos reminiscentes para identificar a ciertos personajes o determinadas emociones, como en el caso de los ataques de culpa, cada vez más frecuentes y violentos, que padece Boris. Este es, en todo caso, el elemento que marca el devenir de la historia de su mandato. Porque Boris Godunov ambicionaba el poder hasta el extremo de mandar asesinar a Dmitri, el hijo de Ivan el Terrible, que había de suceder a su padre. El problema es que, una vez en el poder, el alma corrompida de Boris ya no logra ver a su pueblo, únicamente al espíritu del niño que murió por orden suya. Al menos según la obra escrita por Pushkin, porque también se ha dicho que el niño murió degollado a causa de un accidente. El bajo austriaco Günther Groissböck es el encargado de dar vida a este personaje atormentado hasta la locura, a quien ni el poder conseguido ni el amor de su familia o la esperanza que deposita en él su pueblo consiguen salvarle. Lo lleva a cabo con desgarradora intensidad, haciendo suyo el personaje y su interpretación ha sido la más premiada por el público.
Del resto del extenso reparto de la obra de casi cuatro horas de duración han destacado especialmente la mezzosoprano rusa Julia Gertseva con su brillante interpretación de la polaca Marina, sedienta de poder, el bajo ruso Dmitry Ulyanov, impresionante en su rol de Pimen, y Andre Popov, el tenor ruso que da voz al personaje de “El idiota”, igualmente muy aplaudido. Completan las voces solistas: el tenor eslovaco Stefan Margita, Alexandra Kadurina, Alina Yarovaya, Yuri Nechaev y el tenor germanocanadiense Michel Kónig, que encarna a Grigori, el falso Dmitri.
Pero ha sido una vez más el Coro Titular del Teatro Real (Coro Intermezzo), dirigido por Andres Máspero, acompañado esta vez por los Pequeños Cantores de la JORCAM, quienes han lucido con más brillo. Y es que se trata, en todo caso, de una obra en la que la parte coral tiene un enorme protagonismo, con 120 voces. Desde su primera interpretación, nada más empezar la obra, tumbados en el suelo desde donde brotaban las voces, su actuación ha ido creciendo hasta alcanzar momentos de un poder, este sí, absoluto pero del bueno. Así, las interpretaciones corales han cosechado más aclamaciones entusiastas del público que las de cualquiera de los solistas, con excepción de Gröissböck y Ulyanov. Igual que ha ocurrido con la Orquesta Titular del Teatro Real (Orquesta Sinfónica de Madrid), a las órdenes del impecable director alemán Hartmut Haenchen, que ya estuvo en la capital la pasada temporada para dirigir Lady Macbeth de Mtsenk.
El Imparcial · 29. September 2012
Ópera grande y original, sobre todo cuando se escucha en la versión primigenia de Mussorgsky, que es la que atesora las más grandes virtudes gracias a su adusta armonía, a sus tonalidades oscuras, a su desnudez exenta de brillos superfluos. La primera versión del compositor es de 1869. Más tarde, en 1872, la revisó y añadió tres nuevas escenas. Es la primera vez que el Real presenta la versión completa. Diez escenas en total. Como debe ser. El espacio escénico, perenne, semeja el enorme patio de una construcción desconchada –más bien «despapelada»–, grisácea, pesada, triste, por donde circulan los personajes vestidos pobremente a la usanza actual. En una obra vital, colorista, cambiante, proteica, todo queda acogido a ese pesado edificio y todo discurre de forma plana, sin contrastes, algo que va en contra de la naturaleza de la propia composición. Incluso el fundamental brillo del acto polaco, expuesto de manera muy cursi queda diluido al unirse sin solución de continuidad a la escena de San Basilio. Una escena fundamental, nuclear, como el monólogo de Boris y el subsiguiente diálogo con Chuiski, pierde toda tensión y eficacia dramática por la escasa garra de la dirección de escena. En el vasto espacio las escenas intimistas se diluyen. Y en las que el pueblo es protagonista, a veces da la impresión de que no existen soluciones para mover con naturalidad a la masa, al pueblo. Pero el coro estuvo sonoro y rotundo toda la noche, bien impulsado por la batuta de Haenchen, director eficaz aunque tosco y que no encontró su camino, apoyado en una buen prestación orquestal, hasta bien entrada la segunda parte. De las voces hay que destacar sobre todo al sólido Pimen, oscuro, grave, pastoso, de Ulyanov, al Claro y penetrante Chuiski de Margita, al sentido Inocente se Popov y al estentóreo Varlaam de Kotscherga. Muy mal Michael König, un Dmitri de pobres medios y timbre desdibujado. Caso aparte es el de Groissböck, de timbre pétreo, pero inadecuado, por idioma, emisión y cortedad de extensión para un papel tan exigente.
La Razón · 29. September 2012