Opern

www.beckmesser.com, 01. Oktober 2012
Lo más destacado de esta producción es el reencuentro con la orquesta y el coro del Teatro Real, que junto a los Pequeños Cantores de la JORCAM hacen un trabajo impecable. Lástima que la puesta en escena siga el rastro caprichoso de un feísmo militante, tan en boga hoy.

Sometida a versiones y reducciones, poco respeto se ha mostrado siempre con esta gran obra, cumbre de la ópera rusa y logro supremo de la estética romántica. La decisión de representarla completa es un acierto. Muy pocas veces un drama lírico ha desplegado una panorámica tan amplia. Podría decirse que aquí está todo, en una sucesión imparable de estampas varias, sostenida por una música penetrante y arrebatada, entre la meditación íntima y el lamento coral, sin que cueste trasladarse del salón del trono a la taberna, o del monasterio a la alcoba donde se cuece la traición. El resultado es comparable a un corte geológico sobre la condición humana, se diría que condenada al infierno irremediable de sus propias pasiones. La atracción del poder empuja al infanticidio al zar Boris, destronado luego por otro usurpador. El sano pueblo fluctúa irredento bajo la porra de los guardias, invocando al cielo o emborrachándose. Quien se ha impuesto la labor del cronista se asusta de lo que tiene que contar y se esconde en su celda como refugio.

Épica y lírica, refinada y popular, con escenas de masas junto a retratos individuales, Boris Godunov, exige un equilibrio que no es raro se desplace hacia la estilización. Johan Simons propone como decorado único un patio de opresivo cemento, propio de una probable vivienda de un barrio obrero de Stalingrado. Nada que objetar si el agrio espacio le sirviera para contar la historia y no como cómodo entorno donde ya parece que no es preciso hacer nada más que ordenar a los técnicos de atrezo que saquen y metan sillas o desplacen una mesa.

Se renuncia al ambiente original para acudir a la gama más vulgar y desagradable de los atuendos modernos, desde los estrafalarios chalecos y camisetas a la tela de camuflaje. Un tedio espeso se extendió a partir de la segunda escena, desinteresado el público de lo que ocurría en escena, quizá porque en escena no ocurría nada. Tras numerosas deserciones en el entreacto era previsible el abucheo final a los responsables del montaje reos de descuidos imperdonables, como proponer un cambio de indumentaria mientras se celebra el momento más bello del dúo de amor entre Dimitri y Marina.

La orquesta suena muy bien bajo la batuta de Hartmut Haenchen que propone una versión grata y melodiosa, pero en exceso superficial, sin ahondar en el desgarro del drama múltiple. El protagonista de Günther Groissböck es áspero y seco, pero va ganando hasta una poderosa escena final. El tenor Michael König en el antipático papel de falso Dimitri arranca con fuerza para irse desfondando a medida que asciende hacia el trono, la mezzo Julia Gertseva es una Marina creíble; y el punto álgido de la noche corre a cargo de Dmitry Ulyanov en el papel del monje historiador, un bajo profundo de verdad, con su voz nos asomamos a un pozo sin fondo. Álvaro del Amo